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HEMEROTECA- Tomo II
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JULIO 1974 – Año III – Núm. 20

 

SIMBOLOGIA

TRONO Y CORONA

 
 

La diosa primera, la que desde un principio gozó de la adoración reverente de los mortales fue, sin duda, una diosa Madre, la Gran Madre, la diosa Tierra. Una Gran Madre dadora de vida y nutricia perpetua, cuyos frutos alimentan sin parar a sus hijos, los hombres.
Esta diosa Madre se la situó en la Tierra y fue a la vez la misma Tierra personificada y en la Tierra y desde ella cuida los hombres como si de una verdadera madre se tratara.
El sitial primigenio desde donde esta madre vigila y vela, fue la montaña. Mole estática, pétrea, importante e imponente por su densidad y altura, atalaya desde donde se domina toda la naturaleza. Desde allí, la diosa, sentada en la cúspide, contempla el nacer y el morir de todo lo viviente salido de su seno y vuelto a su seno en un constante y eterno devenir.
La cima de la montaña cósmica, según Eliade, no sólo es el lugar más alto de la Tierra sino el punto donde empezó la creación, por lo que la diosa está sentada en la misma sede de la raza humana.
El ‘‘estar sentado’’ de la diosa tiene una gran importancia para el presente escrito, pues esta posición indica, cómo la montaña, ausencia de movimiento, al revés del ‘‘estar de pie’’ que equivale al movimiento libre. Este ‘‘estar sentada’’ es el lazo simbólico que une indisolublemente la diosa con la Tierra.
Para mayor comprensión de lo anteriormente expuesto tenemos la suerte que el idioma alemán haya conservado palabras que relacionan este ‘‘sentado’’ con las funciones de ‘‘señorío’’, ‘‘posesión’’ y ‘‘dominio’’. Efectivamente, el término ‘‘sitzen’’ que significa ‘‘sentarse’’ se halla incluido en el término ‘‘besitzen’’ que significa ‘‘poseer’’ e igualmente en el ‘‘besitz ergreiden’’ que es igual a ‘‘tomar posesión’’. Primera relación. También para expresar la idea de lugar, sitio o zona donde una tribu primitiva se asienta, el idioma alemán usa el ‘‘sitz’’ para asiento, el ‘‘whonsitz’’ para ‘‘sitio’’ y ‘‘lugar’’ y el ‘‘anssasig’’ para ‘‘asentada’’. Segunda relación. Por lo tanto sentarse es equivalente a ‘‘posesión’’ y a ‘‘lugar de residencia’’.
Viendo toda esta relación se comprende el porqué las diosas Madres se representaban generalmente entronizadas, recuerdo de lo cual es la entronización de los reyes y también, en plano místico, la representación sentada de todas las Vírgenes Negras.
Ahondando más en la prehistoria del simbolismo, relacionaremos con facilidad el trono de la Gran Madre con su matriz, ya que tanto uno como otra no son más que la Tierra misma. Matriz y Trono serán así mismo emblema y figura de la diosa. Confirmación de lo expuesto la tenemos en el Egipto antiguo donde Isis, la Gran Diosa, era el asiento’’, ‘‘el trono’’, cuyo emblema llevaba en lo más alto de su tocado, entre los cuernos lunares.
Este ‘‘ser el trono mismo’’ se ve claramente en las Vírgenes sentadas llevando al Divino Hijo sentado en sus rodillas sirviéndole de trono, convirtiendo así a la mujer en trono, a la madre en trono. Valor claro y diáfano de la entronización del Hijo en la Madre.
Dada la importancia del trono como atributo de la Gran Madre y representación de su matriz y de su poder, no es extraño que en el mismo Egipto se le considera depositario de todo lo noble, de todo lo equilibrado, de todo lo seguro. De ahí a considerar el trono como un centro, un ombligo místico, va solo un paso.
En la vida cotidiana cuando un personaje importante ‘‘tomaba posesión’’ de la función real lo hacía en el completo sentido literal de ‘‘tomar posesión’’ de la tierra en la que ejercería su función. Se convertiría en dueño absoluto y señor total. Al ritual se le llamaba –y se le llama– ‘‘subir al trono’’. En la India cuando se entronizaba a un nuevo rey se efectuaba una ceremonia que equivalía a hacer efectiva la realeza dentro de la matriz de la Tierra, lo que acontecía al sentarse el nuevo soberano en el trono.
Por lógica los primeros tronos fueron una simple roca cargada de gran poder mágico –como la célebre Piedra del Destino de los escoceses, la Piedra de Scone, conservadahoy en Westminster bajo la silla donde se coronan los reyes de Inglaterra– o un tosco asiento labrado en la misma, cargado así mismo de milenaria potencia mística, como puede serlo el trono del rey Minos, en Cnossos. De la piedra se pasó al mármol como la mayoría de los tronos romanos y orientales. Posteriormente, los reyes y los grandes, orgullosos y engreídos por su poder inconmensurable, construyeron tronos de madera forrada o simplemente de oro, como muchos de la India, o de plata, como la llamada silla del rey Martín, que actualmente sirve de adecuado trono a la Custodia de la Catedral de Barcelona. Más tarde, o paralelamente, estos tronos se adornaron de piedras preciosas, de lo cual es un ejemplo el trono, que de madera –símbolo de la madre según Jung y cuyas velas eran portadoras del fuego y de la vitalidad, según los persas– pero recubierto de hojas de oro e incrustado de rubíes, diamantes, zafiros y esmeraldas usó para su coronación Mohammed Reza y que según parece fue llevado a Persia por Nadir Shah al regreso de una expedición a la India.
Algún autor ha apuntado que la esteatopigia, deformación anatómica artificial –por hipertrofia grasosa de las nalgas provocada en la época de la pubertad o durante la época de iniciación al matrimonio– que se observa con relativa frecuencia entre los hotentotes, akkas, coicomas, etc. no es más que un recuerdo del ‘‘sentarse místico’’. El posterior desarrollado entre las mujeres primitivas expresaría la idea de la importancia de la acción de ‘‘sentarse’’. Al margen de la veracidad de esta aseveración, notemos la marcada esteatopigia, amén de lo abultado del resto del cuerpo, que iguala a todas las figuras prehistóricas de la Gran Madre, desde el Perú a Grecia, desde Tracia a la India, desde Mesopotamia a Rumanía.
Actualmente, como tantas otras cosas, el trono ha perdido todo su valor simbólico convirtiéndose en signo de poder, en obra de arte o en simple muestra de la soberbia humana. Ahora tanto ‘‘sube’’ al trono un nuevo rey como una Miss Cualquiercosa.
Con referencia a la corona sabemos era atributo de los dioses precisamente por llevarse en la cabeza, parte noble del cuerpo humano y lugar más superior del hombre, significado por lo tanto la idea de logro de la superación, igual al bulto en la parte superior de la cabeza de los Budas –el chakra cervical– y a la aureola dorada de los Santos del Cristianismo, todos indicadores de perfección conseguida, siendo por lo tanto un signo externo de una realización, del pase a lo espiritual.
Primitivamente se usaban coronas preparadas con ramas de árbol de diversas especies según los casos y ritos sumándose entonces el simbolismo del árbol elegido. Griegos y romanos abusaron de esta costumbre halagando a sus héroes y sabios con coronas de laurel.
Posteriormente se hicieron de metal y normalmente adornadas con cuernos o bien con puntas que simbolizaban, según Guenon, la misma fuerza que los cuernos. En latín cornu significa cuerno y fuerza, valor. Etimológicamente cuerno y corona tienen las mismas letras (KRN). Sería trabajo que depasaría el espacio de la revista el estudio del simbolismo del cuerpo, pero baste indicar que principalmente implica idea de fuerza y poder. A parte de la corona, muchos guerreros de culturas y países distintos adornaron su casco de guerra con cuernos, precisamente para expresar estas ideas.
Jung, quien estudió a fondo la Alquimia según su propia visión procurando a fondo la forma a demostrar sus teorías del subconsciente, dice con razón que la corona de rayos que se ve dibujada en muchas láminas que ilustran libros de la Sagrada Ciencia, es el símbolo por excelencia del cumplimiento de la más alta evolución y, añade, que los que triunfan sobre sí mismos logran la corona de la vida eterna, que es casi lo mismo que en principio del presente escrito indicamossignifica la aureola de los Santos y el bulto de los Budas.
La Heráldica, según Cirlot, siguiendo el principio Alquimista de que la luz recibida, la luz espiritual, no es uniforme, sino gradual y jerarquizada, creó diferentes formas de corona desde el rey al barón, pasando por el duque, el marqués, el conde y el vizconde, indicando la nobleza que les corresponde.
En Egipto la forma de la corona –como tantas otras cosas– no sigue la regla del resto del mundo. El faraón, dueño del Bajo y del Alto Egipto, llevaba dos coronas representativas de su poder sobre ambos Imperios, adornadas con el buitre del Sur y la cobra del Norte. Una era blanca y la otra roja.
La blanca se parecía a los bonetes en forma de mitra, semejantes a los que llevaron los Sumos Sacerdotes Caldeos cuyo tipo, con algunas deformaciones lógicas por el tiempo, fue heredado por la mitra de los Papas, por lo que su simbolismo será de carácter esencialmente religioso.
La roja ha sido motivo de varios estudios y controversias y aún no ha podido averiguarse exactamente el significado de su extraña forma pero parece seguro que se compone de un conjunto de jeroglíficos deformados por el dibujo. La cofia sería de un vaso, el tallo, curvo, representaría la vegetación, según De Rochemonteix, o bien sería ‘‘la proyección del disco solar, llama en espiral que fecunda los gérmenes’’, según Soldi, y el recto sería el ideograma de la tierra. Con la muerte del Imperio del Nilo, los egipcios se llevaron el significado de muchos signos –heredados sin duda de los Atlantes– a la tumba perdida del espacio.


 

F. FERRER VIVES

 

 

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